Imagen|Rebeca Madrid
Leer la novela de Mary W. Shelley titulada “Frankenstein”, en su primera edición de 1818, en la que se narra las aventuras y desventuras en la creación de un ser humano extraño, por un doctor que lleva ese nombre, resulta motivador para pensar; una criatura que, además de ser formada con un cuerpo físico deforme y horroroso, posee unos rasgos y comportamientos humanos muy contradictorios y sorprendentes, en los que la bondad y la maldad surgen como reacciones ante realidades favorables o adversas en el corazón de ese ser. Esta lectura me lleva a reflexionar sobre mujeres y hombres de la vida real que anhelan la felicidad y lo que acumulan en sus historias son atributos muy parecidos a este personaje de ficción, que se siente rechazado, vituperado y despreciado con violencia y terror.
Lo mismo que la ciencia pretende avanzar en sus investigaciones y descubrimientos, cosa natural y deseable en el desarrollo de la humanidad, orientando los trabajos en su posible y buscada aplicación en los seres humanos, en muchas ocasiones se cuestionan los métodos y las consecuencias imprevisibles en el campo científico cuando se trata de repercusiones que afectan a las personas. Estas breves palabras para indicar solamente la obsesión del Dr. Frankenstein por sacar adelante un proyecto muy ambicioso, pero que desconoce hasta dónde puede llegar el resultado final del mismo. No importan los medios que instrumentalizan la creación de algo que solamente está en la mente de su creador.
Quisiera descender ahora a los comportamientos sociales, psicológicos y humanos de los diferentes protagonistas que intervienen en la novela y relacionarlos con personas reales de la vida cotidiana.
La fuerza del ego hasta considerarse único, exclusivo, nadie como uno mismo, para posicionarse por encima de cualquier otro sea como fuere; así se pronuncia el Dr. Frankenstein sobre sí mismo:”…me cegaba con las perspectivas…que fuera yo de entre todos los genios…el destinado a….” En nuestro mundo de hoy y el de siempre, nos podemos encontrar frente a personas con este mismo perfil que, sin tener en cuenta la prudencia y el respeto hacia el otro, practica una conducta arrolladora que se sitúa por encima de sus iguales, sin valorar el posible daño que puede provocar. Esta actitud se repite mucho en todos los campos profesionales, ninguno se escapa de esta decrepitud de la conducta humana. Lo mismo que la ceguera del éxito científico puede deshumanizar a quien lo vive de esta manera, aquellos que cierran los ojos para no ver la realidad que afecta a la vida de sus semejantes, encerrándose en ellos mismos, también se deshumanizan. Se pierden los sentimientos, la sensibilidad humana y el sentido de todo. Lo lamentable es que, al igual que el Dr. Frankenstein, todos buscan la justificación de estas actitudes y comportamientos; lo mismo que cuando el fracaso es evidente y ya no hay marcha atrás, las lamentaciones no sirven para nada y las consecuencias son irreparables. El daño humano ya está hecho.
La historia personal de cada uno puede guardar hechos de su vida que al tomar conciencia de ellos, le repulsa por la suciedad que enturbia su conducta. Así como Frankenstein creó un proyecto con unas intenciones, guiado por una oscura obsesión científica, y después de terminar lo que considera su obra, se olvida de su creación, abandonándola por lo nefasto de los resultados; y así transcurren años de su vida, sin reparar en las consecuencias que tiempo después va a tener ese no querer aceptar y asumir la realidad. Pues bien, esa es una actitud que se repite en la conducta humana con relativa frecuencia. Se toman decisiones en un momento dado de nuestra vida, con repercusiones hacia otros, sin tener en cuenta las consecuencias de nuestros actos. La vida sigue, pero las huellas de esos hechos quedan registradas en las personas que fueron afectadas por los mismos y que han podido condicionar sus vidas de manera desastrosa. Entonces aparecen los remordimientos, pero vuelvo a decir que el daño humano ya está hecho. Y sucede que ahora, sin conocer esa historia que hay detrás de esas personas, se juzgan caracteres, comportamientos, actitudes y reacciones de quienes fueron víctimas de aquellas malas decisiones o experiencias, como le ocurre al personaje central de la novela, ese monstruo que ahora mata a inocentes. Lo lamentable es que la vida se complica y puede afectar de manera injusta a terceras personas, como es el caso de Justine, una mujer que es juzgada por un crimen que no cometió, por lo tanto, inocente, pero que la voracidad de la sociedad se vuelca con indignación acusándola con ingratitud y violencia. Estas reacciones son bastante frecuentes en nuestra sociedad actual y en la de siempre a lo largo de la historia de la humanidad. Se busca un culpable a quien condenar aunque no lo sea. Es la morbosidad que caracteriza muchas de las noticias que circulan en nuestra sociedad de hoy. Son las farsas y la ironía de nuestro mundo cuando en nombre de la justicia se comete una injusticia. Entonces, “cuando la mentira se parece tanto a la verdad, ¿quién puede creer en la felicidad” que tanto deseamos?
Lo mismo que cuando se habla de los “daños colaterales” después de decidir acciones bélicas (los monstruos) cometidas por Gobiernos o personajes de nuestra historia pasada y presente, (los creadores de los monstruos), en nombre de una ¿paz? ¿Cuántas vidas inocentes son sacrificadas en nombre de esa mentira y justificadas como daños colaterales? Es lo que les ocurre en la novela a algunas de las víctimas de esa creación monstruosa: Willian, el hermano pequeño de Víctor, Clerval, su amigo querido y por último su propia esposa Elizabeth en su noche de boda. Todos ellos son víctimas de esos daños colaterales que se quieren justificar de manera cínica o irónica. Como sucede con tantas monstruosidades en nuestro mundo actual que llevan consigo destrucción y muerte. Tal es, también, el caso de la creación de aquella bomba atómica que tanto daño provocó en dos ciudades japonesas.
Cuando las personas piensan que poseen una mayor sensibilidad que los seres irracionales, en realidad están escondiendo su propia fragilidad, están ocultando sus propias debilidades. En el ser creado por Frankenstein con forma de monstruo, y que percibe como una mala bestia por la violencia que desarrolla cuando no logra ser comprendido, respetado y amado por los seres humanos, incluso por su propio creador que lo desprecia brutalmente, hay también unos sentimientos que emanan ternura y humanidad, rasgos que no son exclusivos de la especie humana. No nos damos cuenta que a veces estamos creando “monstruos”, personas “despreciables” a nuestro alrededor con nuestra manera de proceder en la vida cuando nos relacionamos con nuestros semejantes. En mi servicio como voluntario con personas mayores he podido descubrir este fenómeno en la biografía de algunos de ellos. Mujeres y hombres que son muy criticados, censurados y rechazados por quienes conviven con ellos, basando esa respuesta al mal carácter que define su comportamiento en la convivencia cotidiana. Personas que cuesta tratar por ese negativismo, a veces hostil o agresivo que muestran con todos. Cuando me acerco a ellos y, con paciencia y tiempo, voy conociendo la realidad de sus historias personales, descubro que son víctimas de un proceso relacional y vivencial cargado de sufrimientos y rechazos, de adversidades y violencia contra su persona. Al mismo tiempo, también descubro esa bondad que aún pervive en su mundo interior, bondad y comprensión que están demandando constantemente a aquellos que los critican, aunque no lo digan con palabras, que no salen de sus labios pero que grita su corazón desde el silencio y la soledad que los atormenta. Es la ironía de sus vidas.
Es cierto que no tomamos conciencia de lo que vamos sembrando a lo largo de nuestra existencia con nuestra forma de vivir, de hacer y de relacionarnos. Nuestra conducta es como las semillas, si son buenas, sembramos algo que después nos sorprende por las repercusiones positivas que tienen sobre otros, aunque no lo sepamos; pero si son malas esas semillas podemos engendrar esos “monstruos”, aunque no lo queramos saber, que después nos asustan y horrorizan y por eso mismo los rechazamos. Y no vale el consuelo ni la lamentación ante las arbitrariedades e injusticias, cuando se tiene delante los actos imprudentes que crearon esas personas y que ahora son tan difíciles de tratar. Las consecuencias son el odio y el desprecio hacia el otro que consideramos diferente.
A raíz de lo que llamamos globalización, en estos momentos actuales y en el mundo entero, podemos comprender esta reflexión, porque en esta humanidad que tenemos se odia o rechaza a los más desgraciados, a los más infelices y vulnerables de cada pueblo, a los que ya se les suele llamar “los nadie”. La violencia y las injusticias se vuelcan hacia millones de criaturas que, como el monstruo de Frankenstein, se ven obligados a huir de sus lugares de origen, arriesgando sus vidas a través de pateras, cruzando montañas, recorriendo grandes extensiones, soportando el peso del rechazo sistemático de quienes son los creadores de tantas vallas y alambradas, fronteras cerradas, violencia y guerras. ¡Y sólo buscan un lugar donde poder vivir en paz y con posibilidades de coexistir con dignidad! Después se les señala como causantes de problemas y crímenes. ¿Acaso no han sufrido bastante en sus lugares de origen, para seguir incrementando sus miserias? Porque somos ecuánimes con aquellos que nos interesan y nos ensañamos con aquellos otros que nos horrorizan, cuando suplican comprensión y bondad, acogida y respeto.
Por estas razones, he de expresar: “¡qué mudables son nuestros sentimientos y qué extraño el apego que tenemos a la vida, incluso en los momentos de máximo sufrimiento!” Un sentimiento que da fuerza y valor para luchar. En consecuencia, me pregunto: ¿quién es el monstruo, el creador o el creado? ¿Queda aún esperanza para creer en un mundo más humano y creíble? Confío en que sí.
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